domingo, 19 de septiembre de 2010

Aquellos domingos de la infancia

En los pueblos los domingos son largos y silenciosos. Sobre todo, sus tardes. No están cargados de esa angustia de querer atraparlos para que no se extingan. Igual tienen esa tibia melancolía de lo que acaba.

De pronto, los gritos de los niños quebraron lo cotidiano. El cumpleaños de Totó, mi vecinita, estaba en su apogeo. Entrecerré los ojos y me observé a mí misma en la distancia. Las mismas risas ahogadas de esa felicidad casi al borde de la angustia que tienen los niños cuando están contentos. Los mismos sonidos.
No pude resistir y me asomé tímidamente entre las ramas de los jazmines…
Un gran castillo inflable rompió el hechizo. Varias niñas saltaban frenéticas dentro de él y sus caras hinchadas de calor las desfiguraba…
Las calles de mi pueblo son de arena y polvo. Los árboles se entrecruzan en un abrazo eterno y los pájaros anidan entre sus ramas.
Y allí estaba el castillo. De colores tan fuertes que entorpecía el entorno, tanto, que hasta los perros lo observaban con cierta desconfianza. Era tan extraño ver un castillo rojo y amarillo entre tanto verde de los cerros.
Me quedé pensativa y con melancolía regresó a mi memoria ese día en que mamá tomó la foto.
Una larga fila de niñas de la mano. Vestidos de flores y vasos repletos de un chocolate humeante. Otra época, otro lugar, Buenos Aires.
No había castillos inflables. En esos cumpleaños había títeres. Pequeñas familias de muñecos que hablaban a través de un cajón, una cortina y la imaginación amorosa de mi madre.
Era ella quien los creaba, los vestía, inventaba historias y dejaba absorto a un público que a esas horas de la tarde ya no era sólo de niños.
Muchas madres eran atrapadas por el encanto de un lobo, un enanito o una abuelita que perdía sus trenzas cada vez que su cabeza se movía furiosamente. Y las risas. Y las manos cubriendo el rostro de placer al escuchar que esos muñecos sabían los nombres de cada uno. Los aplausos y al final, las infaltables peticiones de manejar los títeres.
Yo no sabía que estaba asistiendo a un momento histórico de mi niñez, lo sé hoy.
Cierro los ojos aún más fuerte para atrapar otras imágenes y sensaciones. Siento el viento que desparrama las nubes. Siento la fragancia de los alhelíes que me ahoga el pecho. Y veo mi propio rostro.
No había castillos. De esos de plástico como hoy. Pero teníamos una gran vereda donde marcábamos la rayuela. Y allá estaba la tierra, del otro lado el cielo y en medio, la vida, que sin darnos cuenta, estábamos comenzando a transitar.
Y las veredas eran para eso. Para juntarnos y hacer la rayuela. Las veredas eran la libertad. Se podía correr de esquina a esquina y jugar a las palmaditas para elegir a ese chico deslumbrante o jugar a la payana los domingos. Como hoy. Porque en los barrios los domingos también eran largos y silenciosos.




domingo, 12 de septiembre de 2010

Edificios antiguos: memoria del pasado

En general, muchos de los edificios antiguos se utilizan como sedes administrativas, oficinas gubernamentales, bancos, centros culturales o museos; hasta que comienzan a deteriorarse.
Claro, es más sencillo y económico mudarse a sitios modernos. Destruir antes que restaurar. Y comienza así, la lenta muerte de sus paredes, custodias de los recuerdos de antaño.
Quizá porque aún son parte de nuestra geografía, no reparamos en su presencia y nos pasan inadvertidos. Ellos, que son el testimonio de cada pueblo o ciudad, con sus elementos decorativos, cornisas, columnas o molduras con rostros de ángeles.
Conservar los edificios de puertas anchas y ventanas enrejadas es proteger nuestra historia; dentro de sus enormes salones están aún revoloteando los sueños de los que llegaron antes, junto a sus dolores y añoranzas. Erigiendo ilusiones, plantando parras y magnolias y haciendo patios con aljibes. Un modo de enraizar desde lejanas tierras a estas nuevas virginales.
Nuestro entorno no sería igual sin esas inmensas mansiones cuyas raíces se han hundido no sólo en la profundidad de la tierra sino de nuestras cotidianeidades.
A través de los viejos edificios intuimos un pasado que nos alcanza, la memoria está presente en cada huella. Somos hijos de esos hijos y nos pertenece esa herencia para legarlas a otros, los que llegan.
Una ciudad sin ellos, es una ciudad sin referencias, sin historia, sin pisos de madera que resuenan al pisarlos, de espejos inmensos que nos devuelven algo más que nuestros retratos e innumerables recintos donde los ecos aún retumban.
Es que ellos, al igual que los ancianos, han sido espectadores de otras épocas y otros escenarios. ¡Cuántos soles y lluvias besaron sus paredes haciendo ruborizar sus rosados para convertirlos en rojos! ¡Cuántos árboles vieron crecer hasta sentir las cosquillas de las ramas en sus balcones! y cuántos otros caer vencidos ante el machete inexorable. ¡Y qué decir de sus zaguanes! Sombras cómplices de los enamorados, pasadizos mágicos ante lo no revelado. Secretos de dos, suspiros, huellas, entregas y hasta lágrimas.
Los edificios antiguos tiene que ver con la identidad de cada lugar, de cada persona, de cada calle, son la piedra fundacional de lo que fuimos y la expresión de nuestra historia. Pero día a día los matan, los destrozan, caen. Las topadoras en pocas horas los desintegran en pos de la modernidad y entre los escombros polvorientos, mientras se pavonea la muerte, nos quedamos, una vez más, sin esos símbolos fastuosos que recrean la memoria del pasado.